Es el triple salto mortal en la modalidad literaria. Se me ocurren pocos ejemplos de estos narradores volatineros, pero uno de los más destacados lo tenemos a principios del siglo XX en el escritor británico Saki, sobrenombre de Hector Hugh Munro (1870-1916): irónico, elegante, ingenioso, mordaz, divertido, epigramático, imaginativo, paradójico y brillante. Autor de dos novelas, Saki es conocido sobre todo por la inagotable calidad de los numerosos cuentos que escribió en su breve vida. Sobre ellos escribió Borges: «Con una suerte de pudor, Saki da un tono de trivialidad a relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis puede recordar las deliciosas comedias de Wilde.» A esto hay que añadir que nunca abandonó ese refinado estilo, por lo que sus relatos deben leerse como un todo en la edición de sus Cuentos Completos (1901-1916).
Es indispensable saber que Saki perteneció concienzudamente a la sociedad eduardiana que satirizaba en sus cuentos. Como un hijo ingrato, nos dio a conocer todas las costuras por donde se desinflaba esa cultura imperialista y soberbia de principios del siglo XX. Saki no busca la carcajada, sino la sonrisa sombría. Uno no termina de despegar los labios leyendo a Saki, pero en todo momento hay un temblor en las comisuras, una promesa de diversión, que solo las cáusticas consecuencias de las peripecias de sus personajes, ensombrecen o atenúan. Saki fue sin duda un escritor humorístico, pero de ese humor negro tan arraigado entre los escritores británicos que conjuga diversión y mezquindad.
No obstante, en su siguiente libro Reginald en Rusia (1910), su alter ego desaparece (salvo en un cuento) y Saki se propone diseccionar el carácter inglés a través de unos relatos soberbios, muy intensos y de final sorprendente. Quede como obra maestra del género La reticencia de Lady Anne, un cuento que versa sobre la conversación que mantiene un matrimonio perfectamente inglés no demasiado bien avenido pero que mantiene el debido respeto al prójimo como para no herir sus sentimientos. Si el desarrollo es prodigioso, el final es inolvidable. Lo mismo puede decirse del resto de los cuentos: siempre hay una nueva costumbre británica que exponer y siempre hay un momento asombroso que pone patas arriba cualquier juicio que tengamos al respecto.
Es en este libro donde empieza a desarrollarse una de las características de Saki: su infatigable misoginia. Si bien los personajes masculinos de sus cuentos muestran una estupidez manifiesta, las mujeres aparecen mucho más complejas, como un dechado de virtudes y defectos, siempre dentro de la superficialidad, por las que el autor no muestra piedad alguna. La presencia femenina en el conjunto de sus relatos es abrumadora, no así su carácter, que de algún modo las emparenta entre ellas. Al fin y al cabo, en ninguno de los relatos de Saki sale nadie trabajando, sino solo pendiente de fiestas, bailes, recepciones y cacerías, donde el elemento femenino tenía, en aquella época, supremacía sobre los hombres. Lo que nos viene a decir Saki en último término es que las mujeres están muy bien como adorno de la sociedad, pero no como gobernantes de ella. De ahí unos cuantos relatos corrosivos acerca de las sufragistas. Lo malo es que tampoco cree mucho en la fiabilidad de los hombres a la hora de gobernar a sus semejantes. Ya digo que, si bien la misoginia del autor es incontestable y puede ser molesta para el público actual, ello no impide que su mirada ácida se dirija hacia cualquier ser humano que pulule por lo más granado de la sociedad eduardiana.
En 1911 publica Las crónicas de Clovis donde da una vuelta de tuerca a su mordaz humor: esta vez su alter ego será Clovis, un jovencito de 17 años al que su edad le permitirá, no solo ironizar sobre las distinguidas personas que conoce, sino martirizarlas con su cruel sentido del humor en forma de lo que podríamos llamar trastadas divertidísimas que ponen en evidencia, sobre todo, la hipocresía de sus amistades. Quizá uno de los mejores ejemplos de la narrativa de Saki se encuentre en este libro, en el cuento Tobermory, donde se narra la historia de un hombre que consigue hacer hablar a un gato y lo presenta en sociedad. Por supuesto, enseña al animal a hablar, pero no a mentir, y ya sabemos que los gatos siempre se encuentran en cualquier sitio sin ser apreciada su presencia: en la breve velada en la que demuestra sus facultades, Tobermory desenmascara a todos los habitantes de una mansión inglesa, tanto familiares como amistades, producto de lo que ha oído en privado a cada una de estas personas. El final del relato, les aseguro, es deslumbrante.
En Animales y Superanimales (1914) continúa Saki su labor incansable de demolición de la hipocresía humana. No sabemos si hubiera continuado por ese camino si no hubiera estallado la Gran Guerra. Lo cierto es que en sus dos últimos libros de relatos, publicados póstumamente, ya apenas hay cabida para el humor divertido, sustituido por el amargo sarcasmo acerca de la condición humana. Los juguetes de la paz es un cuento desencantado en el que pone en jaque incluso la inocencia infantil, y en El huevo cuadrado refleja directamente sus vivencias como soldado en el frente aunque, eso sí, siempre sin olvidar su facultades irónicas, esta vez acerca del relato de otro soldado que le asegura haber descubierto la manera de que las gallinas pongan unos prácticos huevos cuadrados, por lo que necesita dinero para su empresa, dinero pedido entre la sospecha del sablazo o el descubrimiento de un genio.
En cualquier caso, la calidad de los cuentos de Saki es altísima, sin abandonar nunca su mirada especial y distanciada de la realidad, de la que cuenta verdades como puños como si fuera una ficción inventada que a su vez aspira a ser una verdad creíble para el lector. Es como el prestidigitador que enseña una moneda, la hace desaparecer en su mano y de nuevo la hace aparecer. En este juego fantástico, Saki siempre mostró la cruz de la moneda.
© José Luis Alvarado. Todos los derechos reservados. (cicutadry)