La pretensión humana de ser como Dios es una idea tan antigua como el propio hombre. En la tradición judaica cuenta una leyenda que un rabino creó, según métodos de la Cábala, un hombre de arcilla, llamado Golem, para que lo ayudara, como su criado, a tocar las campanas en la sinagoga y a hacer todos los trabajos duros. Pero también cuentan que no le salió un hombre auténtico, ya que su única forma de vida consistía en vegetar de un modo rudo y semiinconsciente bajo la influencia de una hoja mágica que su creador le ponía entre los dientes. Una noche el rabino olvidó quitarle la hoja de la boca, y dicen que el Golem cayó en un estado de delirio tal que, corriendo en la oscuridad de las callejas, destruyó todo lo que se encontraba en su camino.
Esta antigua leyenda fue recogida por el escritor Gustav Meyrink (1868-1932) en una de las novelas más extrañas que me ha sido dada leer, El Golem (1915), ambientada en el gueto judío de Praga, con sus estrechas y sinuosas callejas, sus casas semiderruidas y sus equívocos habitantes de dudosa reputación cuyas vidas parecen marcadas por los caprichos de la Cábala y el esoterismo.
La novela es contada en primera persona por un hombre llamado Athanasius Pernath, o que cree llamarse Athanasius Pernath, puesto que tal nombre figura en el interior de su sombrero. Pernath se dedica a restaurar antigüedades y pulir gemas. Un día llega a sus manos un libro titulado Ibbur, con la I inicial despegada del pergamino. Se lo lleva un hombre cuyo rostro olvida inmediatamente y cuando abre las páginas encuentra palabras que fluyen, reviven y cambian ante él, cada una de las cuales tiene la esperanza de ser elegida por el maestro restaurador o ser rechazada para poder leer la que llega detrás.
En esta novela todo cumple una función mágica, pero lejos de ser un relato dotado de esa cualidad hechizante propia de los relatos sobrenaturales, se adentra en lo más oscuro de la naturaleza humana sometida a las fuerzas desconocidas que la arrastran hacia la destrucción y la muerte.
Sorprendentemente, el Golem apenas aparece en la historia. Es cierto que aluden a él por cuanto su aparición, cada treinta y tres años, acarrea malos presagios y devastadora ruina en el barrio, pero nada nos puede asegurar que este ser autómata y desgraciado haya cobrado vida. Digamos que hay señales, pequeños detalles que indican su existencia, aunque es más por el ambiente enrarecido que carga el aire como una corriente eléctrica que porque alguien pueda asegurar que lo haya visto.
Cada episodio de la novela va oscureciendo progresivamente la mísera vida de sus personajes. No hay una trama lógica que nos lleve de una cosa a otra, sino que vamos siguiendo una trayectoria caprichosa, irracional e inesperada que pone en relación historias distintas y diferentes personajes como en forma de tela de araña cuyo centro fuera el artesano Pernath, de cuya salud mental se duda en más de un momento y que acarrea la desgracia de haber sido privado del recuerdo de su pasado en alguna operación cuyo origen se nos oculta.
La novela se desarrolla más por sugestión que por razonamiento. En ella todo es extraordinario, y aunque sin llegar a lo onírico, mantiene la atención a fuerza de sorprender en cada detalle, como si de una leyenda se tratara; eso sí, una leyenda sin encanto, negra, inexorable, caótica y desconcertante de principio a fin. Cada personaje lleva consigo como una marca aciaga que lo despojara de voluntad: el cambalachero Aaron Wassertrum, un viejo cuyo odio se transmite a través de su mirada, sentado delante de un negocio al que impide acceder a los demás, víctima de ardientes tormentos, cuyo pasado se haya estigmatizado por la venta de la que fue su mujer y el abandono de sus hijos; el archivero Schemajah Hillel, estudioso del Talmud, de alma generosa y profundo conocedor de los placeres y los dolores espirituales en los que encuentra el camino que, voluntariamente, cada hombre elige para sí en su andadura por la vida; Miriam, su joven hija, buscadora incansable de milagros que le hagan comprender el sueño bienaventurado que le ha sido revelado por su padre; el marionetista Zwakh, consumado relator de los misterios del Golem; el asesino Laponder, honrado descifrador del significado de los sueños; y el estudiante Charousek, tísico y condenado a soportar su asqueroso linaje, puesto que cree ser hijo del cambalachero Aaron Wassertrum, a quien desea, a la vez, matar y defender de la segura muerte que le espera.
Todos estos personajes se cruzan una y otra vez en el camino del maestro Pernath y cada uno le aporta un significado simbólico a su vida. Recordemos que el artesano ha perdido la memoria de sus recuerdos, pero a través de fogonazos que le iluminan la mente con cada encuentro, se irá reconstruyendo un pasado que a su vez lo llevará a una extraña identidad con el Golem: por motivos que no pueden explicarse, descubre la habitación del hombre de arcilla, una habitación sin puertas pero con una ventana que no puede verse desde la calle; viste sus raídos ropajes medievales, con los que se pasea por el gueto y es acusado de un asesinato que cree no haber cometido cuyo origen está en un reloj de oro abollado que le dio a traición el insidioso Wassertrum, el ángel exterminador.
El Golem es una novela de difícil lectura, una novela incómoda y a la vez fascinante. Cada pasaje parece contener claves que no se desvelan en un principio pero cuya solución irá apareciendo tímidamente conforme la historia avanza. Naturalmente no es un libro de suspense, pero podría pasar por uno de ellos, puesto que junto a continuos sucesos sombríos y poco claros se tiene la impresión de que en cualquier momento, en cualquier palabra o pequeña frase dichas de pasada, va a ocurrir algo asombroso que descubra y componga el rompecabezas que aparentemente se ha ido montando con el cruce incesante y no siempre comprensible de personajes.
Es aventurado dar una explicación cabal sobre esta novela de múltiples significados, aunque esa historia de fondo que es la enigmática leyenda del Golem, un ser inerte y sin voluntad, parece decirnos que los hombres somos como esas hojas que nacen vigorosas y verdes en los árboles pero que finalmente caen secas al suelo y son arrastradas por el capricho del viento hacia ninguna parte, como si fuéramos un alma condenada a desconocer su ya marcado y secreto destino.
© José Luis Alvarado. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)